Mutilados, seremos un redescubrimiento constante, una primavera indecisa, que vuelve a reencontrar su libertad entre los antros del rock y las salas de cine nacional. Somos la magia musical de García y el Flaco, y el ojo invalorable de Aristarain y Solanas. Somos Raúl Alfonsín curando la democracia, luchando contra las roñas y los miedos que sembró el terror. Cuando pase todo aquello, aquel proyecto partido y olvidado: la caída, lo banal, lo superfluo. El degollamiento del Estado acompañado con la degradación de las instituciones, la educación y la cultura. Pizza con champagne, vuelos por la estratosfera…el país estalló en el aire. Algunos crímenes económicos terminarían con los cadáveres en Plaza de Mayo, pero la idiotez insistiría: miradas cómplices atornilladas en el prime time televisivo, en las hojas de los diarios que nunca pidieron perdón (que nunca lo harán), instalando primero y defendiendo después a un gobierno tan legítimo como brutal, que tiene un deprecio inagotable hacia la cultura en general, y un odio inevitable hacia la cultura concebida por o para los humildes en particular.
Somos un ser contradictorio, pero en el que sobrevivirá siempre lo pasional, esos amores y odios con los que nació esta cultura. La grieta existió siempre, estaba oculta con revistas y discos de música sin fe ni sangre. Al fondo, hay cadáveres. En la superficie, llanto.
La Revolución de la Alegría, hija legítima y democrática de la Revolución Libertadora, posee de sus antepasados el mismo puñal y la misma saña, pero le carencia las mentes lucidas. El régimen que derrocó al gobierno de Perón poseía cientos de hombres y mujeres de la cultura argentina dispuestos a ofrecer sus capacidades intelectuales con el fin de terminar con el peronismo. Desde Borges hasta el mismísimo Rodolfo Walsh celebraron su caída (la introducción de la primera edición de ‘Operación Masacre’ supone una cambio radical del autor acerca del peronismo, si lo comparamos con el epilogo de la última edición). A la Revolución de la Alegría, en cambio, le cuesta encontrar apoyos que no sean por fuera de los medios masivos de comunicación, a su legitimación la vamos a encontrar en un puñado de periodistas prime time, pero no por fuera de aquello: el vacío que deja la cultura, el abandono del periodismo con sensibilidad y compromiso, de las letras, de la música, de los líderes políticos con ideas claras y fundadas, todo aquel vacío lo absorbe la banalidad de las grandes corporaciones mediáticas, que por origen y deseo, posee intereses distintos a aquellas otras expresiones de la cultura. Las declaraciones por la desaparición forzada de Santiago Maldonado dan cuenta de eso, cualquier personaje de la cultura argentina, y que lleve la sensibilidad de su historia en la piel, sabe que es un tema grave y preocupante para un estado democrático y de derecho. Los intentos de deslegitimizar las preguntas sobre su paradero solamente encuentran apoyo en las grandes empresas informativas, influenciando a millones de argentinos con los que comparten una misma ideología de la política y la historia. En los medios no hay procesamientos ni raciocinios, no hay intelectuales o artistas que se pregunten o reformulen la realidad. Es un odio crudo.
Lo que no se entiende se desprecia, la ignorancia se convierte en odio. La Revolución de la Alegría no es un error de la historia, es el resultado de esta cultura vaciada, que aplaude la estupidez y castiga el conocimiento, que prefiere el silencio antes que la pregunta. No quiero que a mi hijo le enseñen en la escuela lo que significa un desaparecido en democracia, no quiero que sepa o pretenda saber más que yo, no quiero que realice preguntas que yo no pueda o sepa contestar. No quiero saber dónde está Santiago Maldonado. La necedad es lo más cómodo, lo más fácil, y desde los medios masivos se lo aplaude y estimula: resulta más cool reclamar por paredes limpias que por crímenes atroces.
No solamente somos miles de ciudadanos reclamando por la aparición con vida de un joven desaparecido por gendarmería, también somos el ciudadano que se excita ante las imágenes de la policía ocupando la ciudad, que pide represión, que pide balas, que exige sangre, la eliminación del que piensa diferente. La Revolución de la Alegría es, irónicamente, la materialización del odio político que ha flotado en la cultura argentina en el último siglo. De un lado y del otro de la grieta, somos responsables de este odio nacional que nos arrastra hacia el abismo. Pero sobre todo somos responsables si ignoramos la sensibilidad humana, la búsqueda de una madre que no sabe dónde está su hijo, y que sufre en la impotencia de saber que quienes deberían buscarlo también son cómplices de su desaparición. Falla esa sensibilidad humana en primer lugar, y la capacidad de repensar los sucesos que involucran a toda la sociedad, en segundo lugar. Falla el corazón de la cultura argentina. Confundidos entre los discursos partidarios y la realidad, entre la infamia y la esperanza, hoy somos la desaparición física de Santiago Maldonado, hoy somos la tristeza de esa familia, y la ausencia que hiere a una sociedad entera.